Dícese
de aquella persona que llega a tu vida y parece que solo tiene ganas
de fastidiarte. Y hay que ver cómo nos gusta. Personas como tú.
Sí,
tú.
Tú
que tienes como hobbie arruinar mis planes; tú que con una
mirada robas más corazones que el mejor de los poemas; tú que dejas
todo mi mundo patas arriba y desapareces para que lo ordene yo solo,
y no contenta con ello vuelves cuando lo tengo casi terminado y me
dejas peor que la primera vez.
No
sé si te das cuenta o si eres así de fábrica; si esas miradas las
ensayas en casa y esos susurros son premeditados o simplemente
naciste con una bomba de relojería entre las manos y yo soy el único
tonto para el que se activa la cuenta atrás cada vez que rozo una
de tus manos. Y aún así me fascina pasar por tu lado.
No,
no entiendo por qué.
Pero
supongo que esto no consiste en entenderlo sino en vivirlo.
Y
ahora me he cansado. Me he cansado de temer a la bomba, de sujetar la
anilla de la granada o de alejarme de las zonas de riesgo. Me
he cansado de apartar la mirada, de aguantar la respiración cuando
pasas por mi lado y de quitar la mano de la trayectoria de la tuya.
Me he cansado de sellar mis labios, de callar secretos a voces y
fingir que no me importa hasta el último escalofrío que pueda
recorrerte la espalda.
Que
nadie me dijo que esos labios estén hechos para mí, ni me pidieron
que hiciera un recuento de los lunares de tu espalda ni de las veces
que parpadeas antes de responder a una de mis preguntas. Que aun que
nadie me lo pidiera he contado cuántos tragos te hacen falta para
acabarte una cerveza, he calculado la distancia entre tus pecas y he
memorizado mis favoritas hasta tal punto que las puedo dibujar en el
cielo.
Y
no, no me lo ha pedido nadie.
Pero
tampoco es cosa mía.
La
terrorista eres tú.
Tú
y tu manía de apoyarte en todas las motos de Madrid cuando me estás
esperando, o cuando se te desata un cordón. Tú, que odias los tacos
pero que te salen solos. Que no te gustan las princesas pero te
enamoras de los príncipes de Disney. Tú que tienes las manos
calientes y el corazón más aún. Tú que pones cabeza donde yo no
pongo nada. Tú que te pegarías con cualquiera para defender tus
principios. Tú, que sabes sufrir en silencio y superar las cosas en
voz muy alta.
Tú
no pones bombas, no siembras el caos ni levantas un país entero con
tus actos.
Pero
a mí si me destrozas. Pequeños ataques en forma de mirada, susurro,
llamada, o roce de manos que hacen que todo mi mundo se
desmorone.
Y
no me queda otra que fingir, como si todo mi mundo no estuviera del
revés, y seguir pareciendo una persona hecha y derecha. Pero después
de ti, nada más lejos.
Porque
al contrario y viceversa, en la buena y en la adversa, del derecho y
del revés: tú primero, el mundo después.