sábado, 12 de abril de 2014

Éramos pocos y...



-         ¡Qué ilusión!
-         ¡Qué envidia!
-         ¡Aaaay que guaaay!


Y otras muchas cosas son las que vienen precedidas de un: “voy a tener un hermanito”.

No voy a decir que escucho esas frases todos los días, porque no soy exactamente ese tipo de persona que va pregonando su vida, y todo aquel que me conoce sabe que para que yo suelte algo, muy grave tiene que ser, muy cansado tengo que estar, o a muchas cañas me tiene que invitar- siempre abierto a invitaciones-.

Pero sí, escucho esas frases muy a menudo porque sí, voy a tener un hermanito.

Después de esas expresiones de felicidad en los rostros de los demás, vienen más frases del estilo “¿sabéis si es chico o chica?”, “¿habéis pensado nombre?” o, mi favorita, “¡pero cuántos sois ya!”.

Las respuestas son sí, sí y no, y, como dicen por ahí, muchos más que muchísimos y muchísimos más que más.



Y me explico.

Primera respuesta, es fácil, lo sabemos, es un chico. Un chicarrón. Otro más para la saga de mi colección de fotos en Instagram, Twitter o Snapchat. Otro más para ver partidos de Champions hasta que nuestra madre nos grita que no son horas para que los enanos estén despiertos. Otro más para jugar un gol regate en el parque, para formar un equipo de fútbol sala o para que formen el trío calavera entre los enanos. Qué peligro.

Otro más para que las niñas se derritan y que muchos amigos me digan que eso es hacer trampa. No saben la verdad. La verdad es que los que ligan son ellos, los enanos, yo no consigo nada. Divertirme y divertirles, poco más.

Segunda respuesta, no tan fácil, sí y no. Sí hemos pensado nombre, unos 7 por barba. Lo que sale a un total de tropecientos nombres- nombre abajo, nombre arriba-, contando los compuestos y los inventados. Estos últimos son de la cosecha de los más pequeños, en los que FIFA, bebé, o Cristiano Ronaldo forman el Top3.

Poca gente sabe que la elección del nombre es lo más sencillo a la larga y complejo a corto plazo. Es decir, se mencionan nombres de familiares de Matusalén durante los primeros 6 meses. Después siempre se pregunta a la madre. Para variar, ella manda y ella mandará.

Su único inconveniente es que el que va al registro mientras la madre, convaleciente de una dura sesión mensual de gimnasio concentrada en pocas horas en una misma camilla, espera con su hijo a un lado, es el padre.

Sí, como al padre se le cruce la vena, o se cruce con un colega y un bar, la hemos liado. Sobre todo él.



Tercera respuesta, no tiene mucho misterio. Somos muchos más que muchísimos y muchísimos más que exagerado. El otro día me metí en un blog, no solo escribo, me encanta leerlos evidentemente, y hablaba sobre que Raúl González y esposa iban a tener su sexto hijo y sobre las reacciones de la gente al conocer la noticia. Bien, somos más de seis, y si por ello se meten con la esposa de Raúl, no me imagino lo que pensarán de mi madre. Y, ¿qué hace mi madre al respecto? Pues lo que está haciendo, tener otro hijo, y agustísimo oye. La gente se piensa que mi madre no tiene tiempo para nada, o que tiene que encerrarse en casa o yo qué sé que cuatro cuentos se inventarán sobre esto porque, al ser desconocido, parece algo malo.

Pues bien orgulloso que estoy yo de mi madre, y a ver si viene alguien con un argumento por el cual me avergüence de tener tantos hermanos o me haga plantearme por tan si quiera una milésima de segundo que no quiero tener más o no me gustaría haber tenido tantos. Ni loco.

Y lo repito, ni loco. Y eso que no conocéis, algunos quizá sí, a mis hermanas. Yo no sabía que la edad del pavo podía llegar a durar tanto.



Y cuando yo, ingenuo de mí, le digo a alguien que estamos de enhorabuena, y que ya esperamos otro, la gente solo escucha: un nuevo bebé, es todo una maravilla. Va a nacer en julio, y si ya me cuesta dormir por el calor, imaginad el calor y un bebé gritando porque acaba de descubrir que las personas reaccionamos a los gritos llevándoles comida, cambiándoles el pañal o simplemente balanceándoles hasta la extenuación.

Vosotros no lo probéis, que os estoy viendo llorando de madrugada para ver la reacción de vuestras madres. Os aseguro que un tortazo a esas horas no sienta bien.

Pues ni por esas oye, que no se me va la ilusión.

Para todos aquellos cuyas madres no estén embarazadas, ya que quizá seáis todos, voy a intentar reflejar la ilusión en diversas situaciones del día a día. 
Y es que son varias las situaciones que puedes encontrarte que te llenen de ilusión. Desde una visita de tu abuela, hasta un comentario en ti blog. Pasando por escuchar la canción perfecta en el momento adecuado, marcar un gol, o cruzarte con esa persona que llevabas sin ver tanto tiempo.
De hecho, esto son algunos ejemplos durante 24 horas:

07:45 am.

“Buenos días princesa”.

Yo no quiero un “buenos días princeso”. Yo no voy a decirle a nadie, más allá de haber bromeado y hacer la coña, buenos días princesa. He de confesar que me encanta dar los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches. Y lo haré siempre. Y qué hay más ilusionante que despertarte y ver que en WhatsApp, Telegramm, o por donde os comuniquéis con aquel que os aprecie, se haya acordado de ti y te haya dado los buenos días. Pero deseándotelos de verdad. Si te escribe más, mejor. Si no, qué más da, espera que tengas un día maravilloso y te lo ha deseado a ti.



8.15 am.

Que la suerte te acompañe.



Y es que no hay mucho más que decir. Es una tontería, pero entrar en el andén y ver en el letrero que le queda un minuto, bufff… gratificante, ilusionante y como para ponerse a llorar.


9.00 am.

Reconocimiento.

Primera clase, y se te ocurre la insensatez de llevar la contraria al profesor. Dios sabe por qué, pero tienes razón, te la da él y se corrige dándote las gracias. Se ha aprendido hasta tu nombre y ya tienes el primer enchufe- convertido en aprobado en tu cabeza-. Sales de clase y hasta el profesor te sonríe, bendita locura la de abrir la boca tan pronto. El profesor se ha dado cuenta de que eres una persona inteligente con la que se puede hablar y no una oveja a la que arrastrar con el resto del rebaño. Has ganado mucho y por ti mismo.


12.00 pm.

Resultados.

Has terminado un examen oral. Un tú a tú con la profesora en su despacho. Faltaba que la profesora vaciara la mesa y sacara unas cañas. Lo has bordado hasta tal punto que no sabías quién hacía el examen a quién. Apenas has mirado esas cuatro hojas guarras que habías llevado a modo de apuntes del género porsiacaso. La nota no te la dan, pero te da igual, si no has aprobado ese examen te has ganado el mérito de que la profesora te mire directo y a los ojos. En tres palabras: lo has petao. Y sales del despacho con ganas de tirarle un besito a la profesora.

¡VENGA UN BESO!


14.30 pm.

La siesta.

Llegas a casa y recibes un correo. Tu exposición de inglés para mañana se aplaza a la semana que viene. Y menos mal, porque apenas habías empezado, y ahora te da tiempo a una siestecita antes de ir a trabajar dando clases a los niños.


17.30 pm.

Los niños.

Vas con el miedo de siempre. Habrá suspendido algún examen desde la última clase… no me habrá avisado de algunos deberes… le han castigado en clase por no llevar un trabajo…

Y ves a un niño con todo preparado, su agenda sacada con el horario del día anotado y al lado de cada asignatura lo que han hecho y lo que deben hacer para mañana. Además, su madre quiere que veas ese 7 que ha sacado el mayor en matemáticas, un examen por el que estuviste peleando para aprobarlo con él. El pequeño, con el que solo tienes que preocuparte de que no moleste a los mayores mientras estudian o hacen tareas, te enseña la pulsera de gomitas tan de moda que ha hecho para ti, porque acaban de aprender en clase. Es fea, horrible, y con unos colores que no se deberían juntar jamás. Además, no te la quitarás nunca.

No hay mayor ilusión que ver el resultado de tu esfuerzo, de días y días de dedicación. Satisfacción absoluta.



19.30 pm

Quedada.

Esa persona con la que hablas muy a menudo por redes sociales se ha cansado. Entiéndanme, cansado de hablar así. Solo te ha mandado un mensaje: “quiero verte, 20.00h en tu casa y nos tomamos algo”.

Estoy muy harto de hablar por WhatsApp, soy una persona del tú a tú, de echar serios mientras hablas. Y si además de pensarlo siempre, y ofrecerlo muchas veces, alguna vez me dicen: “vámonos de cañas, a tal hora en el Cienmon”, me alegro más que con una declaración de amor vía WhatsApp.

A mí las cosas claras, las cartas escritas a mano, los libros en papel y las damas primero.


21.00 pm.

Buenas noticias.

Tu colega, amigo, amiga, churri, amiga especial o como-quieras-llamar a aquella persona con la que has quedado te da buenas noticias. Va a tener un hermanito/ ha aprobado/ ha conseguido una beca/ se va de Erasmus/ lo que sea.

Tú te alegras como si fuera a ti a quien le ha pasado. Es tu hermano, tu pareja, tu amigo o amiga, es importante para ti. Y si a esa persona algo le ilusiona, a ti te va la vida en hacerle ver que es lo mejor que te ha pasado en la vida, que más no podrías alegrarte.

Esa persona que tienes delante se ha ganado tu cariño y respeto a lo largo de vuestra relación, ya sea de más de 20 años o de cuando habéis empezado el curso. Esa gente por la que partirías un brazo a quien le araña en la mano. A la que le ofreces la mano, te coge hasta el hombro, y entonces le ofreces hasta el otro hombro. No dudas ni un minuto en dejar ese mismo hombro como pañuelo de lágrimas para esa persona. Y cuando se ahogue en ellas, le limpias y das la vuelta al mundo para buscar al causante. Porque esa persona es la causante de que tú seas así. Que si está bien, estás mejor. Pero si está mal, peor va a estar quien le haya hecho estar así.

Y se lo demuestras, un par de insultos, un par de vaciles, un par de abrazos y una enhorabuena con una sonrisa que ni el Gato de Cheshire.
  

22.30 pm.

Confianza.

Llegas a casa y tu hermano pequeño te cuenta sus cosas. Ya sean buenas o malas, te las cuenta. Si necesita ayuda con una niña, si necesita consejo sobre una asignatura, o si ha ganado su partido de fútbol y te está contando cada paso que ha dado para salvar a su equipo.

A ti no te importa que te hable de fútbol, de chicas o de cromos, te importa que te hable y que espere tu respuesta.

Ves a tu hermano y ha estado esperándote para soltarlo todo, a ti, y a nadie más.

Esos momentos con tu hermano, son incomparables.



00.00 am.

Wish Time.

Lo normal es que pidieras tu deseo del día y te fueras a la cama. Pero no hoy. Es tu cumpleaños y te acaban de felicitar en casa, por teléfono y por cada red social. Tú apenas te habías dado cuenta de que había pasado ese segundo que tanta gente esperaba para enviar, dar a llamar o gritarte desde el salón. De las 23:59:59 a las 00:00:00.

Ese momento para recibir un:

“Muchas felicidades, espero que te guste tu regalo”.

¿Y cuál ha sido tu deseo? Más días como ese. Con aprecio, con suerte, con reconocimiento, con resultados, con  cariño, con confianza, con amistad, con amor, y, sobre todo, en compañía.


P. d.: difícilmente se juntarán todos estos momentos de ilusión en un mismo día pero… ¿y si sí?

miércoles, 2 de abril de 2014

El Circo del Bullying.

Cuando era niño, escondía mi corazón en la cama porque mi madre decía “si no eres cuidadoso, algún día, alguien te lo romperá”. Te lo digo yo, la cama no es un buen escondite.

Lo sé porque he sido derribado tantas veces que me da vértigo incluso escribir aquí. Pero eso es lo que nos dijeron: “defiéndete solo”. Y es duro hacerlo si no sabes quién eres. Esperamos definirnos a una edad temprana, y si no lo hicimos, otros lo hicieron por nosotros.



Friki, gordo, gilipollas, marica,… y mientras nos estaban diciendo lo que éramos, nos preguntaban: “¿qué quieres ser cuando seas mayor?” Siempre pensé que era una pregunta improcedente. Da por hecho que no podemos ser lo que ya somos. Somos niños. Cuando era niño quería ser un hombre. Quería un plan de pensiones que me mantuviera suficientemente bien como para hacer dulce la vejez. Cuando era niño quería afeitarme. Ahora, no tanto.
Cuando tenía ocho años quería ser biólogo marino. Cuando tenía nueve años vi la película “Tiburón” y pensé, “no, gracias”. Cuando tenía diez, me dijeron que mis padres me abandonaron porque no me querían. Cuando tenía once, quería que me dejaran solo. Cuando tenía doce quería morir. Cuando tenía trece quería matar a un chico. Cuando tenía catorce, me pidieron que considerara seriamente una carrera. Dije: “me gustaría ser escritor”. Y me dijeron: “elige algo realista”. Entonces dije: luchador profesional. Y me dijeron: “no seas estúpido”. Veréis, me preguntaron qué quería ser, y entonces me dijeron qué no ser.



Y yo no era el único. Se nos dice que de alguna manera debemos ser lo que no somos, sacrificar lo que somos para heredar la máscara de lo que seremos. Me dijeron que aceptara la identidad que otros me darían. Y me preguntaba, “¿qué hace mis sueños tan fáciles de descalificar?” Mis sueños son autoconscientes y excesivamente cabizbajos.  Están a solas en una fiesta del colegio, y nunca han sido besados. Claro, mis sueños fueron calificados también. Bobo, tonto, imposible,… Pero yo seguí soñando. Iba a ser luchador, lo tenía claro. Iba a ser El Hombre Basura. Mi último movimiento iba a ser El Compactador de Basura. Mi frase iba a ser: ¡ESTOY SACANDO LA BASURA! Entonces un tío, Duke “The Dumpster” Droese, robó todo mi número.

Estaba aplastado, como por un compactador de basura. Pensé, “¿y ahora qué? ¿Qué hago? ¿A qué acudo?” Poesía. Como un búmeran, lo que adoraba regresó a mí. Una de las primeras líneas de poesía que recuerdo haber escrito fue en respuesta a un mundo que me exigía odiarme. De los 15 a los 18 años, me odié por convertirme en lo que odiaba: un matón. Cuando tenía 19, escribí:

Me amaré a pesar de mi dócil inclinación a lo contrario.

Defenderse solo no implica adoptar la violencia. Cuando era niño, negociaba deberes por amistad, luego les daba un pase por no llegar nunca a tiempo y en la mayoría de las veces ni eso. Me di un permiso para afrontar cada promesa rota. Y recuerdo ese plan, nacido de la frustración de un niño a quien llamaban “Yogui”, y luego señalaban mi barriga y decían: “demasiadas cestas de picnic”. Resulta que no es tan difícil engañar a alguien, y un día antes de clase, dije: “sí, puedes copiar mis deberes”, y le di todas las respuestas erróneas que había copiado la noche anterior. Esperó su hoja esperando una nota casi perfecta, y no podía creerlo cuando me miró a través del aula sosteniendo un cero. Yo sabía que no tenía que enseñar mi nota de 28 sobre 30, pero mi satisfacción fue completa cuando él me miró, desconcertado, y pensé: “más inteligente que el oso promedio, hijo de puta”.

Ese es quién soy. Así es como me defiendo.



Cuando era niño, solía pensar que las chuletas de cerdo y los golpes de karate eran lo mismo. Y como mi abuela pensaba que era bonito, me dejó seguir pensándolo. No era muy grave. Un día, antes de que comprendiera que los niños gordos no están hechos para trepar árboles, me caí de un árbol y me magullé el lado derecho de mi cuerpo. Me dio miedo contarle a mi abuela que me había metido en problemas por jugar donde no debía. Un día, el profesor de gimnasia notó el moratón y me envió a la oficina del director. De ahí a otra habitación pequeña con una señora muy agradable que me hizo todo tipo de preguntas sobre mi vida en casa. No vi ninguna razón para mentir. Hasta donde llegaba a conocer, la vida era bastante buena. Le dije: “cuando estoy triste, mi abuela me da golpes de karate”. Esto llevó a una investigación profunda, y me sacaron de casa durante tres días, hasta que al final decidieron preguntarme cómo me había hecho los moratones. Los rumores sobre esta pequeña y tonta historia se extendieron rápidamente por la escuela y gané mi primer apodo: chuleta de cerdo. A día de hoy, odio las chuletas de cerdo.

No soy el único niño que creció así, rodeado de gente que decía esa rima de los palos y las piedras, como si los huesos rotos dolieran más que los nombres con que nos llamaban, y nos decían de todo.

Así, crecimos creyendo que nadie se enamoraría de nosotros, que estaríamos solos por siempre, que nunca conoceríamos a alguien que nos hiciera sentir que el sol era algo hecho para nosotros en su taller. Cuerdas rotas del corazón sangraron nostalgia y tratamos de vaciarnos para no sentir nada.

No me digan que duele menos que un hueso roto, que una vida encarnada es algo que los cirujanos pueden quitar, que no hay forma de que haga metástasis; lo hace.

Ella tenía ocho años. Nuestro primer día en tercero la llamaron fea. Ambos nos echamos para atrás del aula y así paramos el bombardeo de bolas de papel. Pero los pasillos de la escuela eran un campo de batalla. Nos vimos superados día tras miserable día. Solíamos no salir a los recreos porque fuera era peor. Fuera había que aprender a huir, o aprender a permanecer quietos como estatuas, para no dar ninguna pista de que estábamos allí. En quinto curso, grabaron un cartel frente a su mesa que decía “cuidado con el perro”.

A día de hoy, a pesar de un marido que la quiere, no cree que sea hermosa, debido a una marca de nacimiento que cubre un poco menos de la mitad de su cara. Los niños solían decir: “parece como una respuesta incorrecta que alguien intentó borrar, pero que no pudo hacerlo”.

Y nunca entenderán que ella está criando a dos niños cuya definición de belleza comienza con la palabra “Mamá”, porque ven su corazón antes que su piel, porque ella siempre ha sido increíble.



Él, era una rama rota injertada en un árbol familiar diferente, adoptado. No porque sus padres optaran por un destino diferente. Tenía tres años cuando se convirtió en una mezcla con una parte de abandono y dos de tragedia. Inició terapia en segundo de secundaria, tenía una personalidad formada por exámenes y pastillas, su vida era: cuesta arriba montañas, cuesta abajo acantilados; cuatro quintos suicida, un montón de antidepresivos, y una adolescencia en que lo llamaban “Drogo”, una parte por las pastillas, 99 partes por pura crueldad.

Intentó suicidarse en cuarto, cuando un niño que aún podía ir a casa de mamá y papá tuvo la osadía de decirle: “SUPÉRALO”.

Como si la depresión fuera algo que se pudiera remediar con otro algo sacado de un kit de primeros auxilios. A día de hoy, es un taco de dinamita encendido por ambos extremos, podría describirles con detalle la forma en que el cielo se curva en el momento anterior a su caída, y a pesar de un ejército de amigos que lo llaman una inspiración, sigue siendo una pieza de conversación entre personas que no pueden entender que a veces estar libre de drogas tiene menos que ver con adicción y más con cordura.

No fuimos los únicos niños que crecimos así. A día de hoy, los niños todavía reciben apodos.

Los clásicos eran: “hola, estúpido”, “hola, imbécil”.

Parece que cada escuela cuenta con un arsenal de apodos que logra poner al día cada año, y si un niño irrumpe en un colegio y nadie alrededor decide escuchar, ¿acaso se inmutan? Son solo ruido de fondo de una banda sonora atascada que repite cuando la gente dice cosas como: “los niños pueden ser crueles”. Todas las escuelas eran una carpa de circo, y la jerarquía iba de acróbatas a domadores de león, de payasos a feriantes, con todos esos kilómetros por delante a los que iríamos.

Fuimos raros, niños de garra de langosta y señoras barbudas, extraños malabares de depresión y soledad, jugadores solitarios girando la botella, tratando de besar las partes heridas de nosotros mismos y sanarnos, pero por la noche, mientras los demás dormían, seguíamos caminando por la cuerda floja. Era práctica, y sí, algunos de nosotros caímos. Pero quiero deciros que todo esto son solo escombros que quedan cuando por fin decidimos romper todas las cosas que pensamos solíamos ser, y si no ves algo hermoso en ti, busca un espejo mejor, mira un poco más cerca, mira un rato más, porque hay algo dentro de ti que te hizo seguir intentándolo a pesar de todos los que dijeron que abandonaras. Creaste una armadura alrededor de tu corazón roto y lo firmaste. Firmaste: “están equivocados”. Porque tal vez no perteneces a un grupo o a una pandilla. Tal vez fuiste el último que decidieron escoger para el fútbol o para todo. Tal vez solías traer moratones y dientes rotos, para presentar en clase, pero nunca lo dijiste, porque, ¿cómo puedes mantenerte firme cuando todos a tu alrededor quieren enterrarte?



Tienes que creer que estaban equivocados. Tienen que estar equivocados. 
¿Cómo sino podríamos estar aún aquí?

Crecimos aprendiendo a animar a los desvalidos porque nos vemos en ellos. Somos tallo de una raíz sembrada en la creencia de que no somos lo que nos apodaron. No somos coches abandonados, tirados y oxidados en alguna carretera. Y si de alguna manera lo estamos, no os preocupéis, solo salimos a 
comprar gasolina.

Somos graduados de la clase de: “Lo Logramos”. No los ecos desvanecidos de voces clamando, “los apodos nunca me hieren”.

Claro que lo hicieron. Pero nuestras vidas siempre continúan siendo un acto de equilibrio que tiene menos que ver con el dolor y más que ver con la belleza.

Porque todo aquello es un circo, el circo del bullying.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...