miércoles, 2 de abril de 2014

El Circo del Bullying.

Cuando era niño, escondía mi corazón en la cama porque mi madre decía “si no eres cuidadoso, algún día, alguien te lo romperá”. Te lo digo yo, la cama no es un buen escondite.

Lo sé porque he sido derribado tantas veces que me da vértigo incluso escribir aquí. Pero eso es lo que nos dijeron: “defiéndete solo”. Y es duro hacerlo si no sabes quién eres. Esperamos definirnos a una edad temprana, y si no lo hicimos, otros lo hicieron por nosotros.



Friki, gordo, gilipollas, marica,… y mientras nos estaban diciendo lo que éramos, nos preguntaban: “¿qué quieres ser cuando seas mayor?” Siempre pensé que era una pregunta improcedente. Da por hecho que no podemos ser lo que ya somos. Somos niños. Cuando era niño quería ser un hombre. Quería un plan de pensiones que me mantuviera suficientemente bien como para hacer dulce la vejez. Cuando era niño quería afeitarme. Ahora, no tanto.
Cuando tenía ocho años quería ser biólogo marino. Cuando tenía nueve años vi la película “Tiburón” y pensé, “no, gracias”. Cuando tenía diez, me dijeron que mis padres me abandonaron porque no me querían. Cuando tenía once, quería que me dejaran solo. Cuando tenía doce quería morir. Cuando tenía trece quería matar a un chico. Cuando tenía catorce, me pidieron que considerara seriamente una carrera. Dije: “me gustaría ser escritor”. Y me dijeron: “elige algo realista”. Entonces dije: luchador profesional. Y me dijeron: “no seas estúpido”. Veréis, me preguntaron qué quería ser, y entonces me dijeron qué no ser.



Y yo no era el único. Se nos dice que de alguna manera debemos ser lo que no somos, sacrificar lo que somos para heredar la máscara de lo que seremos. Me dijeron que aceptara la identidad que otros me darían. Y me preguntaba, “¿qué hace mis sueños tan fáciles de descalificar?” Mis sueños son autoconscientes y excesivamente cabizbajos.  Están a solas en una fiesta del colegio, y nunca han sido besados. Claro, mis sueños fueron calificados también. Bobo, tonto, imposible,… Pero yo seguí soñando. Iba a ser luchador, lo tenía claro. Iba a ser El Hombre Basura. Mi último movimiento iba a ser El Compactador de Basura. Mi frase iba a ser: ¡ESTOY SACANDO LA BASURA! Entonces un tío, Duke “The Dumpster” Droese, robó todo mi número.

Estaba aplastado, como por un compactador de basura. Pensé, “¿y ahora qué? ¿Qué hago? ¿A qué acudo?” Poesía. Como un búmeran, lo que adoraba regresó a mí. Una de las primeras líneas de poesía que recuerdo haber escrito fue en respuesta a un mundo que me exigía odiarme. De los 15 a los 18 años, me odié por convertirme en lo que odiaba: un matón. Cuando tenía 19, escribí:

Me amaré a pesar de mi dócil inclinación a lo contrario.

Defenderse solo no implica adoptar la violencia. Cuando era niño, negociaba deberes por amistad, luego les daba un pase por no llegar nunca a tiempo y en la mayoría de las veces ni eso. Me di un permiso para afrontar cada promesa rota. Y recuerdo ese plan, nacido de la frustración de un niño a quien llamaban “Yogui”, y luego señalaban mi barriga y decían: “demasiadas cestas de picnic”. Resulta que no es tan difícil engañar a alguien, y un día antes de clase, dije: “sí, puedes copiar mis deberes”, y le di todas las respuestas erróneas que había copiado la noche anterior. Esperó su hoja esperando una nota casi perfecta, y no podía creerlo cuando me miró a través del aula sosteniendo un cero. Yo sabía que no tenía que enseñar mi nota de 28 sobre 30, pero mi satisfacción fue completa cuando él me miró, desconcertado, y pensé: “más inteligente que el oso promedio, hijo de puta”.

Ese es quién soy. Así es como me defiendo.



Cuando era niño, solía pensar que las chuletas de cerdo y los golpes de karate eran lo mismo. Y como mi abuela pensaba que era bonito, me dejó seguir pensándolo. No era muy grave. Un día, antes de que comprendiera que los niños gordos no están hechos para trepar árboles, me caí de un árbol y me magullé el lado derecho de mi cuerpo. Me dio miedo contarle a mi abuela que me había metido en problemas por jugar donde no debía. Un día, el profesor de gimnasia notó el moratón y me envió a la oficina del director. De ahí a otra habitación pequeña con una señora muy agradable que me hizo todo tipo de preguntas sobre mi vida en casa. No vi ninguna razón para mentir. Hasta donde llegaba a conocer, la vida era bastante buena. Le dije: “cuando estoy triste, mi abuela me da golpes de karate”. Esto llevó a una investigación profunda, y me sacaron de casa durante tres días, hasta que al final decidieron preguntarme cómo me había hecho los moratones. Los rumores sobre esta pequeña y tonta historia se extendieron rápidamente por la escuela y gané mi primer apodo: chuleta de cerdo. A día de hoy, odio las chuletas de cerdo.

No soy el único niño que creció así, rodeado de gente que decía esa rima de los palos y las piedras, como si los huesos rotos dolieran más que los nombres con que nos llamaban, y nos decían de todo.

Así, crecimos creyendo que nadie se enamoraría de nosotros, que estaríamos solos por siempre, que nunca conoceríamos a alguien que nos hiciera sentir que el sol era algo hecho para nosotros en su taller. Cuerdas rotas del corazón sangraron nostalgia y tratamos de vaciarnos para no sentir nada.

No me digan que duele menos que un hueso roto, que una vida encarnada es algo que los cirujanos pueden quitar, que no hay forma de que haga metástasis; lo hace.

Ella tenía ocho años. Nuestro primer día en tercero la llamaron fea. Ambos nos echamos para atrás del aula y así paramos el bombardeo de bolas de papel. Pero los pasillos de la escuela eran un campo de batalla. Nos vimos superados día tras miserable día. Solíamos no salir a los recreos porque fuera era peor. Fuera había que aprender a huir, o aprender a permanecer quietos como estatuas, para no dar ninguna pista de que estábamos allí. En quinto curso, grabaron un cartel frente a su mesa que decía “cuidado con el perro”.

A día de hoy, a pesar de un marido que la quiere, no cree que sea hermosa, debido a una marca de nacimiento que cubre un poco menos de la mitad de su cara. Los niños solían decir: “parece como una respuesta incorrecta que alguien intentó borrar, pero que no pudo hacerlo”.

Y nunca entenderán que ella está criando a dos niños cuya definición de belleza comienza con la palabra “Mamá”, porque ven su corazón antes que su piel, porque ella siempre ha sido increíble.



Él, era una rama rota injertada en un árbol familiar diferente, adoptado. No porque sus padres optaran por un destino diferente. Tenía tres años cuando se convirtió en una mezcla con una parte de abandono y dos de tragedia. Inició terapia en segundo de secundaria, tenía una personalidad formada por exámenes y pastillas, su vida era: cuesta arriba montañas, cuesta abajo acantilados; cuatro quintos suicida, un montón de antidepresivos, y una adolescencia en que lo llamaban “Drogo”, una parte por las pastillas, 99 partes por pura crueldad.

Intentó suicidarse en cuarto, cuando un niño que aún podía ir a casa de mamá y papá tuvo la osadía de decirle: “SUPÉRALO”.

Como si la depresión fuera algo que se pudiera remediar con otro algo sacado de un kit de primeros auxilios. A día de hoy, es un taco de dinamita encendido por ambos extremos, podría describirles con detalle la forma en que el cielo se curva en el momento anterior a su caída, y a pesar de un ejército de amigos que lo llaman una inspiración, sigue siendo una pieza de conversación entre personas que no pueden entender que a veces estar libre de drogas tiene menos que ver con adicción y más con cordura.

No fuimos los únicos niños que crecimos así. A día de hoy, los niños todavía reciben apodos.

Los clásicos eran: “hola, estúpido”, “hola, imbécil”.

Parece que cada escuela cuenta con un arsenal de apodos que logra poner al día cada año, y si un niño irrumpe en un colegio y nadie alrededor decide escuchar, ¿acaso se inmutan? Son solo ruido de fondo de una banda sonora atascada que repite cuando la gente dice cosas como: “los niños pueden ser crueles”. Todas las escuelas eran una carpa de circo, y la jerarquía iba de acróbatas a domadores de león, de payasos a feriantes, con todos esos kilómetros por delante a los que iríamos.

Fuimos raros, niños de garra de langosta y señoras barbudas, extraños malabares de depresión y soledad, jugadores solitarios girando la botella, tratando de besar las partes heridas de nosotros mismos y sanarnos, pero por la noche, mientras los demás dormían, seguíamos caminando por la cuerda floja. Era práctica, y sí, algunos de nosotros caímos. Pero quiero deciros que todo esto son solo escombros que quedan cuando por fin decidimos romper todas las cosas que pensamos solíamos ser, y si no ves algo hermoso en ti, busca un espejo mejor, mira un poco más cerca, mira un rato más, porque hay algo dentro de ti que te hizo seguir intentándolo a pesar de todos los que dijeron que abandonaras. Creaste una armadura alrededor de tu corazón roto y lo firmaste. Firmaste: “están equivocados”. Porque tal vez no perteneces a un grupo o a una pandilla. Tal vez fuiste el último que decidieron escoger para el fútbol o para todo. Tal vez solías traer moratones y dientes rotos, para presentar en clase, pero nunca lo dijiste, porque, ¿cómo puedes mantenerte firme cuando todos a tu alrededor quieren enterrarte?



Tienes que creer que estaban equivocados. Tienen que estar equivocados. 
¿Cómo sino podríamos estar aún aquí?

Crecimos aprendiendo a animar a los desvalidos porque nos vemos en ellos. Somos tallo de una raíz sembrada en la creencia de que no somos lo que nos apodaron. No somos coches abandonados, tirados y oxidados en alguna carretera. Y si de alguna manera lo estamos, no os preocupéis, solo salimos a 
comprar gasolina.

Somos graduados de la clase de: “Lo Logramos”. No los ecos desvanecidos de voces clamando, “los apodos nunca me hieren”.

Claro que lo hicieron. Pero nuestras vidas siempre continúan siendo un acto de equilibrio que tiene menos que ver con el dolor y más que ver con la belleza.

Porque todo aquello es un circo, el circo del bullying.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...